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NADINE SIERRA CIERRA EL CICLO AURA

 

Teatro Colón

Miércoles 3 de diciembre de 2025 

Escribe: Martin Wullich

 

Fotos: Juanjo Bruzza

 



Un programa luminoso que permitió a la soprano desplegar su musicalidad con soltura, acompañada en piano por Bryan Wagorn y con la participación de Diego Bento y Marc André en momentos puntuales.

Empezó con todo. Su voz mostró desde el primer instante una homogénea solidez, que se mantuvo impecable de principio a fin. Pero fue cuando llegó Quel guardo il cavaliere… So anch’io la virtù magica que el recital cobró un nuevo aire. Parafraseando el aria del primer acto de Don Pasquale, esa magia —esa sensibilidad vocal casi hechizante— pareció envolver la sala, una magia que ella parece llevar consigo desde siempre.

 

A partir de entonces su histrionismo creció. Se comunicó naturalmente con los espectadores y presentó feliz a Bryan Wagorn, su pianista, con quien “estamos amigos por veinte años”. Y se nota: entre ambos emerge un contacto franco, una amistad genuina y un profesionalismo que, sin dudas, se reflejan en cada gesto y cada nota. A veces, al escucharla, da la impresión de que su voz irradia una claridad particular, como si la música le brotara con naturalidad desde un centro luminoso que ella misma custodia.

 

Y no fue sólo su voz conmovedora: su cuerpo todo se convirtió en instrumento. Alzó los brazos, se movió con soltura, y regaló pianísimos llenos de dulzura, refinamiento y verdad. Esa delicadeza alcanzó su cenit en È strano… Ah, fors’è lui… Sempre libera, donde tal intensidad provocó un aplauso cerrado, bastante antes del final del aria, algo poco habitual. Su personalidad se impone con simpatía encantadora, con esa última nota que, junto al tenor Diego Bento, se apaga muy sutilmente, como si jamás terminara…

 

Tampoco quedó al margen el acompañamiento: Wagorn ofreció una bella versión del intermezzo de Manon Lescaut, que aportó un contraste refinado y luminoso, un momento instrumental que añadió elegancia al programa.

 

Sierra demuestra, en cada aria o canción, que su paleta vocal se expande sin limitaciones: sus colores cambian, se multiplican, se profundizan. Nunca se queda corta. Puede convertir en una exquisitez absoluta la Melodía Sentimental de Villa-Lobos y expresar un Caro nome irrepetible y profundamente personal. Da la sensación de que su instrumento crece con una musicalidad que se afirma en cada función.

 

Y luego aparece ese costado más cercano, casi informal, que le da humanidad —y eso encanta a su público—. Se descalza en el escenario (nada nuevo: ya lo había hecho Karita Mattila en esta misma sala), cuenta anécdotas oscilando entre un español elegante y un inglés fluido, menciona a un tal Roberto sentado en alguna butaca, a quien dedica O mio babbino caro. Esos gestos aumentan su encanto.

 

Cada vez más risueña y cercana, deja fuera del programa un aria sin explicación y pasa sin solución de continuidad al final. Muy justificadamente, con gracia y salero, interpreta Me llaman la primorosa, de la zarzuela El barbero de Sevilla. Lo hace con chispa vivaz y el aria se torna encantadora.

 

Pero Sierra no termina allí su recital. Regala, feliz de la vida, siete bises que podrían haber sido muchos más si por ella fuera. El público pide y pide, y ella mira a Wagorn como cómplice: necesita sus teclas. Juntos parecen decir: “¿por qué no?”. Y allá van, recorriendo un variado espinel que no desdeña siquiera My Fair Lady, cuando canta —muy convincente— que podría haber bailado toda la noche. No nos cabe duda.

 

Así, Sierra cierra el ciclo Aura con una actuación que deslumbra: artística, sincera, vibrante. Y deja el deseo —casi la necesidad— de que se repita pronto.

 

 

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