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Fausto, no es llamar a Nabucco por otro nombre

 

Teatro Colón

Martes 14 de marzo de 2023

 

Escribe: Víctor Fernández


No siempre la suma de los buenos trabajos resulta en un producto fiel a su concepción.

 

Es indudable la gran capacidad tanto de Stefano Poda en la concepción artística de un espectáculo escénico como la maestría de Jan Latham-Koenig en la concertación de la orquesta, pero –siempre a mi manera de entender las cosas– el resultado de la presentación de la ópera Fausto de Charles Gounod la noche del martes en el Teatro Colón no se ajusta a los cánones con los cuales la Grand opéra francesa tuvo su éxito mundial.

 

El maestro trentino responsable de la escenografía, el vestuario, la coreografía, la iluminación (aunque no lo menciona el programa es de suponer que también lo sea del maquillaje y los peinados) y el movimiento escénico, crea un espectáculo visual de discutible belleza y buen gusto; similar en muchos aspectos a lo visto el año anterior en Nabucco, cargado de lo que se presume son simbolismos inherentes a la obra, pero más allá de su efectividad en el aspecto estético son realmente desconcertantes, impredecibles y obstructivos para el desenvolvimiento de la trama.

 

Pero el mayor problema son los espacios extremadamente abiertos, que no proyectan la voz de los intérpretes a la sala y se dispersan en el cosmos del escenario.

 

En el momento en que parte un sonido del foso orquestal éste se esparce por toda la sala y el escenario llegando tanto a los intérpretes como a los espectadores. El intérprete combina la indicación del director de orquesta con la audición de la música que proviene del foso, y entonces emite el canto, sumándose éste al sonido que el espectador ha escuchado directamente de la orquesta. Pero el sonido tiene un tercer componente que llega al espectador: el rebote del canto de los intérpretes y el de la música en la escenografía.

 

O sea, desde el punto de vista del espectador, tenemos el sonido puro que parte del foso sumado al que rebota en las paredes de la sala, el canto directo del intérprete junto al que rebota también en las paredes de la sala, pero en este caso le falta el rebote de los sonidos que van hacia el escenario en la escenografía, por lo cual cambia el color de la acústica del Teatro, considerada una de las mejores del mundo. Si a esto sumamos que por las características de la puesta algunos intérpretes están a más de 35m del director de orquesta, no solo se produce la mencionada falta de rebote sino que además una descoordinación, provocada mayormente por las distancias.

 

En resumidas cuentas, se pierde la homogeneidad en las voces. Si la escenografía hubiese tenido contención acústica la voz de gran porte del bajo, sin necesidad de llevarla a su punto máximo, se habría escuchado más bella. Otro tanto sucedió con la soprano, que con una voz de menor caudal y buena técnica se hizo escuchar en todo momento, pero no estaba en armonía con el caudal del bajo. Por el contrario, el tenor debió esforzarse al límite para poder cumplir con los registros agudos, y las voces más chicas perdieron belleza, estilo y calidad. O sea que se sacrificó la esencia del espectáculo, “las voces”, por el contenido visual.

 

El resto de la producción estuvo acorde con el marco escénico suprimiéndose el vals La taberna de Auerbach, y recurriendo a movimientos coreográficos convulsivos siguiendo la línea de los utilizados en la puesta de Nabucco del año pasado.

 

Volviendo al tema de las voces, el intérprete del papel de Mefistófeles, el bajo ruso Alexei Tikhomirov, llevó al extremo su notable caudal sonoro en perjuicio de la sutileza; el Valentín del barítono brasileño Vinícius Atique no llegó a cubrir las expectativas de interpretación ni del registro en la parte grave; Margarita a cargo de la soprano rumana Anita Hartig fue sin duda la voz más cautivante de la jornada. Fausto, el titular de la obra, Liparit Avetisyan sacrificó el color de su voz y la línea de canto en pos de poder cumplir especialmente en las partes de tesitura más aguda. Florencia Machado y Adriana Mastrángelo cumplieron con soltura los papeles asignados, esta última combinando exitosamente su labor de cantante con la de escaladora (consumando los dislates requeridos por la régie).

 

La concertación en manos del director y empresario operístico inglés Jan Latham-Koenig, mostró desajuntes con el palco escénico, unas veces atribuible a las distancias entre el podio y los cantantes, y otras debidas a una concepción de la Grand opéra francesa propia del maestro.

 

Excelente desempeño del Coro Estable del Teatro, reducido por deficiencias en la contratación de la producción, cumplió con una tarea descollante siempre de la mano de su guía: Miguel Martínez.

 

En conclusión, un espectáculo que apuesta más a lo visual que a lo musical y que seguramente debería tener un nombre distinto al de ópera.

 

Víctor Fernández

 

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