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"L’Incoronazione di Poppea”, de Claudio Monteverdi

 

BELLA INCURSIÓN EN LOS ORÍGENES DE LA ÓPERA

 

Teatro Colón

Viernes 30 de agosto de 2019

 

Escribe: Carlos Ernesto Ure

 

 

“L’Incoronazione di Poppea”, ópera en un prólogo y tres actos, con libro de Giovan Francesco Busenello, y música de Claudio Monteverdi.

Con Verónica Cangemi, Raffaele Pe, Luigi De Donato, Josè-Maria Lo Monaco, Filippo Mineccia, Mariana Flores, Emilie Rose Bry, Juan Sancho, José Lemos, Matthieu Toulouse y Marco Angiolioni. Ensamble Matheus (Jean-Christoph Spinosi).

 

Digamos para comenzar que “L’Incoronazione di Poppea”, que el Colón ofreció el viernes en versión de concierto en quinta función de gran abono, puede ser enfocada de diversos ángulos. Por un lado, están quienes sostienen que clausura el barroco y marca el comienzo del desarrollo formidable del arte lírico a lo largo de más de tres siglos. Por otro, en el extremo opuesto, están quienes sostienen que se trata de una creación de simétrica rigidez, desde ya densa, perjudicada por añadidura por la escuela historicista en punto a sus reflejos cromáticos y animación discursiva.

 

La versión

Podemos tomar parte por una u otra postura. Pero lo cierto es que al margen de ello (y de criterios intermedios), “La Coronación de Poppea” debe ser asimilada como lo que es: una ópera estrenada en 1642/1643, que culmina el ciclo vital de esa enorme figura de la música que fue Claudio Monteverdi. Es verdad que este trabajo precursor de tantas maneras, se integra fundamentalmente con largos recitativos (“stile rappresentativo”, “stile recitativo”, “stile concitato”, “monodia”), acompañados sólo por el bajo continuo, entre los que se intercalan bellos y breves “ritonelli” y alguna “sinfonia” ejecutados por toda la orquesta. Pero al margen de esta estructura, destacan como notable innovación sus componentes dramáticos y eróticos (alejados de temas mitológicos para centrarse en personajes de carne y hueso), el exquisito equilibrio tonal, su idea del teatro popular, la absoluta unidad discursiva (tratemos de contemplar esta ópera de anticipación con la mirada de aquella época).

 

A partir de los dos únicos manuscritos que se conocen (el de Venecia, de 1641 y el de Nápoles, de 1651), en los que la parte instrumental parece concebida sólo como acompañamiento de la escritura vocal, toda clase de versiones fueron elaboradas y re-elaboradas hasta hoy (Curtis, Zedda, Leppard, Malipiero, Harnoncourt, Bartlett, Malgoire por no citar otros). En la ocasión, dos reconocidos especialistas en este repertorio, Jean-Christoph Spinosi y Stéphane Fuget plasmaron con mucho cuidado una edición basada en una suerte de fusión inteligente entre ambas partituras, con mayor influencia de la napolitana en orden a las partes instrumentales. Con numerosos cortes, destinados a estructurar una jornada de alrededor de tres horas de duración y no más, la entrega, de sesgo semi-camarístico, fue pensada asimismo por ambos músicos para que resonara con limpieza en un recinto de las dimensiones del Colón, a cuyo efecto se realzaron también algunas tesituras vocales más allá de las zonas centrales a fin de otorgarles mejor colorido, y se utilizó una afinación intermedia para no bajarla demasiado despojándola de sus tornasoles cromáticos (todo esto fue notorio y decisivo).

 

El elenco

Conducido sin batuta por el maestro francés (55), el Ensamble Matheus, agrupación residente en el Châtelet de París integrada dieciséis miembros, se manejó con impecable equilibrio, tensión constante (en lo posible) y animados “ritornelli”, al tiempo que el bajo continuo (tiorba, guitarra, contrabajo, viola da gamba, clave y órgano, violoncello y a veces arpa), siempre dentro de la corriente “purista” materia de tantas controversias, aportó sólido, si se quiere esmerado soporte a toda la traducción.

 

En materia vocal (no hay coros), cabe apuntar que la totalidad de los cantantes intervinientes en multiplicidad de papeles lució sin excepciones excelente estilo y ductilidad para el género barroco (fiorituras, melismas, ornamentos de todo tipo, delicado estiramiento de las notas). Verónica Cangemi (Poppea) no fue tal vez la más cómoda en su tesitura, el bajo Luigi De Donato (Seneca) mostró cierto destimbramiento central, y en cuanto a los contratenores, Raffaele Pe (Nerone), sin perjuicio de su caudal y matices, pareció por momentos excesivamente estridente, Filippo Mineccia (Ottone) lució metal grato, bien parejo y armado y José Lemos una voz melodiosa, decididamente atrayente (la “berceuse” “Oblivion soave”). Pero quizás los registros de mayor impacto en esta noche de gracia fueron los de la mezzo Josè Maria Lo Monaco (Virtude, Ottavia) y las sopranos Mariana Flores (Fortuna, Drusilla) y Emilie Rose Bry (Amore, Valetto). Todas ellas sorprendieron debido a la frescura y homogeneidad de su emisión, su noble estética, su aplomo. En el caso de la última, tuvo a su cargo incluso la única “aria” escrita con este nombre en los pentagramas venecianos: “Dorme l’incauta”, que vertió con desenvuelta compenetración y dulzura.

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