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El célebre tenor peruano volvió a presentarse en el Colón

 

JUAN DIEGO FLÓREZ, UN RECITAL SOBRESALIENTE

Miércoles 26 de septiembre de 2018

Teatro Colón

 

Escribe: Carlos Ernesto Ure

 

 

Mozart: “Dies Bildnis ist bezaubernd schön”, de “La Flauta Mágica” y “Si spande al sole in faccia”, de “Il re pastore”; Donizetti: “Una furtiva lagrima”, de “El Elixir del amor”, Vals, en do mayor, “Tombe degli avi miei”, de “Lucia de Lammermoor” y “Ah! mes amis”, de “La Hija del Regimiento”; Verdi: “La mia letizia infondere”, de “I Lombardi” y “ De’ miei bollenti spiriti” y “O mio rimorso”, de “La Traviata”; Massenet: “Ouvre tes yeux bleus”, “En fermant les yeux” y “Ah! fuyez douce image” de “Manon”, Meditación, de “Thaïs” y “Pourquoi me réveiller”, de “Werther”; Gounod: “Salut demeure chaste et pure”, de “Fausto”; Puccini: “Che gélida manina”, de “La Bohème”. Juan Diego Flórez, tenor y Vincenzo Scalera, piano.

 

 

Luego de su anterior visita, que tuvo lugar en 2005, Juan Diego Flórez, sin duda una de las figuras más relevantes del mundo de la lírica de los últimos años volvió a presentarse el miércoles en el Colón. Ante una sala entusiasta, absolutamente colmada, y acompañado por Vincenzo Scalera, el destacado tenor peruano, muy afinado, desenvuelto, simpático, ofreció un recital de inusual categoría, no sólo debido a la espléndida tersura de su registro, sino también por su entereza y brillo canoros.

 

Prodigalidad y mutaciones

Hay varios elementos de esta función que merecen ser subrayados. En primer lugar, la prodigalidad del artista limeño, que cantó sin mezquindad catorce arias, cuando lo habitual es que los famosos que cuidan su material entonen páginas seleccionadas en muchísima menor cantidad, alternando con variados interregnos orquestales o instrumentales. Además de ello, Juan Diego Flórez encaró un repertorio bien ecléctico que incluyó piezas alemanas, italianas y francesas de diferentes escuelas y carácter, no todas vertidas con el mismo nivel, pero siempre con un rango de incuestionable calidad. Por último, la voluntaria inclinación de nuestro visitante por asumir papeles de mayor envergadura dramática (consecuencia, además, del paso del tiempo), lo mostró con menor holgura en las partes ligeras, sin llegar a asumir cabalmente el espacio de un “lirico-spinto”.

 

Sentado todo ello, cabe afirmar desde ya que cercano al medio siglo, las estelares cualidades del ex belcantista rossiniano, ahora con arco ampliado, se mantienen virtualmente intactas. La perfección de su técnica (recordemos que sigue la línea de Luis Alva y Ernesto Palacio), su control del “fiato”, la notable homogeneidad de un metal penetrante que no exhibe la más mínima fisura en ningún sector de la tesitura, así como también su canto sin esfuerzo, absoluta franqueza de la emisión e impecable flexibilidad e impostación, fueron todos parámetros que distinguieron una labor que quedará por cierto entre los hitos más importantes de la temporada.

 

Ópera y guitarra

Pulcro, muy musical, seguro y sensible en la pulsación de cada nota (con excepción de la deshilvanada “Meditación”, de “Thaïs”), el pianista contribuyó al éxito de esta velada, que se inició con una versión más bien mecanicista de una preciosa página de “La Flauta Mágica”. Siguieron Donizetti y el Verdi de “La Traviata”, cuyas exigencias iniciales del segundo acto fueron sorteadas con clase. En la segunda parte, quizás más afín a al espectro del tenor del país hermano, sin perjuicio de una edulcorada incursión en el “verismo” pucciniano, en el catálogo francés lució más cómodo y dúctil en la línea y con un fraseo de exquisita delicadeza (el “Sueño”, de “Manon”), vibrante cuando hizo falta (“Salut demeure chaste et pure”).

 

Fuera de programa, un episodio inhabitual: Flórez, sentado, empuñó airosamente una guitarra y entonó con esbeltez aires populares.

 

De todos modos, los puntos más altos de la noche fueron decididamente la conocida cavatina de “La Hija del Regimiento”, con su implacable sucesión de “do” naturales abordada con potencia y gallardía, una página de “Lucia” y otra de Massenet, cuya traducción, plena de inflexiones y pureza sonora quedarán como modelos interpretativos. Sólo los enunciados “Tombe degli avi miei” y “Ah! fuyez douce image”, en efecto, parecieron volcados con frescura y la esmaltada brillantez propias de un magnífico artefacto, un sosegado clarín, la voz humana. Como se sabe, el más bello de todos los instrumentos.

 

Calificación: excelente

 

Carlos Ernesto Ure