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Don Carlo en la temporada lírica del Teatro Colón

 

Teatro Colón

Sabado 26 de Septiembre de 2015

 

Escribe: Eduardo Balestena

 

Don Carlo, ópera en cuatro actos
Música: Giuseppe Verdi
Texto de Joseph Mery y Camille du Locle, en versión italiana de Achille de Lauzière y Angelo Zanardini
Dirección musical: Ira Lewin
Elenco:

- Don Carlos, José Bros (tenor)

- Rodrigo, Marqués de Posa, Fabián Veloz (barítono)

- Isabel de Valois, Tamar Iveri (soprano)

- Princesa Éboli, Bèatrice Uria Monzón (mezzosoprano)

- Felipe II, Alexander Vinogradov (bajo)

- El gran inquisidor, Alexei Tanovitski (bajo)

- Un monje: Lucas Debevec Mayer (bajo barítono)

- Tebaldo, Rocío Giordano (soprano)

- Un heraldo real, Darío Leoncini (tenor)

- voz del cielo, Marisú Pavón (soprano)


Dirección de escena, diseño de escenografía y vestuario: Eugenio Zanetti
Iluminación: Eli Sirlin
Orquesta y Coro Estables del Teatro Colón
Director de coro: Miguel Martínez

 
Son variados y significativos los elementos de la estética verdiana que confluyen en Don Carlo, ópera que conoció un extenso proceso de revisión: por una parte el dramatismo derivado de una acción que aborda el tema amoroso, el del poder, el de la amistad y la nobleza; por otra lo musical: líneas de canto autónomas de la música que siempre las subraya de distintos modos –en efecto, los pasajes musicales son diferentes si un personaje canta en contra de otro u otros, o si por sobre el texto explícito hay un sentido oculto, algo que el personaje se dice a sí mismo y calla a los otros. En un caso son rápidos pasajes en conjuntos de dos notas rápidas y una extensa; en otro una línea musical más oscura y de diferentes acentos. La obra de Schiller dio un marco ideal para esta primera Grand´ opéra concebida por Verdi para la Ópera de París y luego traducida al italiano.


Dentro de esta formulación requiere –en los largos duetos, tríos o intervenciones solistas- una intensidad vocal dramática y una profundidad que permitan cumplir el cometido de que la acción se encuentre dada en función de las voces, máxime cuando su discurso no se apoya en el encanto melódico, como sucede en Rigoletto o Il Trovatore, sino, precisamente, en la densidad y el dramatismo vocal.    


Con la excepción de Lucas Debevec Mayer, Marisú Pavón, y el coro estable, la versión estuvo muy lejos de cumplir con este ideal verdiano en voces protagónicas pobres, poco claras, sin proyección ni volumen y, en el mejor de los casos, con impecable técnica y fraseo efectivo pero sin volumen.


De este modo, lo destacable es: la actuación del coro; el vestuario; la iluminación; algunos de los aspectos de la puesta y la Orquesta Estable que en todo momento sirvió de adecuado soporte a las líneas de canto.


El coro estable
Al coro cabe una de las más hermosas y conocidas partes de la obra: en el auto de fe del cuadro segundo del acto segundo (Spuntanto ecco il di d´estultanza:“El día de regocijo ha despuntado/Honor al más grande de los reyes”) en donde mostró la homogeneidad de las voces; claridad; las gradaciones e intensidades en un pasaje que requiere al mismo tiempo un stacatto como una línea fluida y potente.


Vestuario e iluminación
Fidelidad al detalle; colorido; finura en la confección y gradación de colores; variedad; disposición en el escenario fueron los elementos más impactantes de un vestuario capaz de ubicar al espectador dentro de un cuadro de la época y, de algún modo, entrar a ella y hacerla palpable.


La iluminación trabajó permanentemente creando climas, espacios, generando efectos, como el de Felipe II cantado frente a una luz que proyectaba y agigantaba su sombra.
La puesta   
El elemento más visible y evidente, el que plantea el ámbito de “realidad” en el que todo sucede tuvo como mayor acierto el escenario circular, que permitió un fluido paso de un cuadro a otro, un desdoblamiento del espacio en planos y una gran riqueza visual, incorporando las imágenes de El jardín de las delicias, del Bosco –obra admirada por Felipe II- como elemento omnipresente y significativo.


Hay una línea sutil entre subrayar el clima de la obra y el carácter de los personajes y utilizar dicha obra para establecer una suerte de segunda creación que usa de ella y bajo el propósito de “interpretarla” la pone en un segundo plano para colocar a la “segunda creación” en el primero.


Tanto la explicación inicial sobre el reinado de Felipe II, como la sobrecarga de elementos visuales en el intento de incorporar a la opera elementos más propios del cine, o la sobreabundancia de telones con la pintura del Bosco constituyen agregados puestos a “complementar” aquello que de por sí es lo esencial: las voces. De este modo, una mano gigante con un corazón rojo que brilla; un enorme huevo; o criaturas del Bosco que salen del cuadro y rondan a Felipe II son de ninguna efectividad narrativa y de muy dudoso gusto.
De ambiguo final, en la puesta la aparición fantasmal no se lleva a Don Carlos y sella la tumba, sino que el telón cae luego de la última intervención vocal de este personaje.


La orquesta estable     
La orquesta estable –que al fin de la función exhibió pancartas-  confirió el tono preciso a cada momento, sus matices, su sentido rítmico y su claridad sin ningún desfasaje ni problemas en una dirección muy apropiada al carácter de la obra.


Los solistas
No es posible sostener esta ópera desde la puesta, el coro y la orquesta porque requiere voces de especiales características.


José Bros mostró una impecable técnica que le permitió moverse adecuadamente en toda la extensión, con un espesor y volumen que no son los propios de un personaje como el de Don Carlos,  que requiere no una línea propia de bel canto sino un gran dramatismo y potencia vocal.


Fabián Veloz también lució una perfecta técnica y adecuado fraseo pero sin gran claridad ni volumen.


Tamar Iveri resultó poco audible en muchos pasajes que debían ser particularmente dramáticos y careció mayormente de expresividad.


Bèatrice Uria Monzón tuvo una dicción oscura, pastosa y resultó  inaudible en muchos de sus pasajes.


El resultado fue la pobreza de duetos y tríos.


Alexander Vinogradov –que en nada representaba la edad de Felipe, padre de Don Carlo- mostró un notorio vibrato y falta de volumen y claridad en los registros más bajos.


Alexei Tanovitski, como el gran inquisidor hubiera debido tener una presencia tan potente y admonitoria como la de Monterone en Rigoletto, no obstante resultó inaudible en gran parte de los pasajes que hubieran debido marcar este carácter.


La obra estuvo, claramente, muy por encima de las posibilidades de todos los solistas.
En contrapartida, el bajo-barítono Lucas Debevec Mayer –un fraile- y Marisú Pavón –una voz del cielo- lucieron, en contraste, acentos, claridad y potencia.


Pese a la oscuridad de su trama es una obra poderosa y bella. Ello marca su perdurabilidad en el escenario lirico.

 

Eduardo Balestena
http://www.d944musicasinfonica.blogspot.com

 

 

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